Ya era tarde para el instituto. Con rapidez me puse el uniforme y salí de casa calzándome los zapatos negros. Estaba lloviznando ligeramente lo que me hizo enojar, pues mi cabello se iba a poner esponjado ante la humedad.
Llegué a la parada del bus y pagué mi boleto de estudiante. El conductor me regresó mi cambio con una sonrisa, era el viejo Gerald.
Caminé por el pasillo buscando un asiento libre, casi todos
estaban ocupados, había una señora y su bebé, algunos cuantos estudiantes,
hombres, incluso niños. Finalmente encontré un lugar vacío casi al fondo y me
senté. Me tocó el lado de la ventana. Para entretenerme puse mis audífonos y
cerré los ojos, a ver si me dormía, aunque fuera un rato.
Olvidé hacer los deberes de
Macroeconomía, pensaba entre dormida, no terminé los problemas de Física. Tengo
que sacar las copias de Ética porque hoy me toca leer la lección entera frente
a la clase. Y no quiero que el tipo engreído de mi salón salga con que todos
sus compañeros son unos irresponsables, ni tampoco quiero que la tipa del
cabello corto me preste sus perfectos apuntes siempre bien ordenados.
Abrí los ojos asustada, había
sentido una mano en mi rodilla. Rápidamente voltee hacia el señor viejo que
venía a mi lado. El hombre de chaqueta café estaba dormido, o fingiendo que
dormía el muy bastardo. Sus manos descansaban sobre sus piernas. Maldito hijo
de perra. Estaba asqueada. Me quité los audífonos y vi de reojo por la
ventanilla. No estábamos en la ciudad. Un momento. Mis ojos se abrieron a su
máxima expresión. Era un paisaje de carretera. Seco, desértico, con pastizales
amarillos. ¡¿Qué diablos?! ¿Me había equivocado de autobús?
Inmediatamente me levanté de mi
asiento tomando mi mochila, incluso le pisé el pie al viejo acosador pero no
pareció inmutarse, quedándose dormido de igual manera. Yo caminé por todo el
pasillo hecha una furia.
—¡Un
momento! ¡¿A dónde va este autobús?! —Vociferé molesta, frunciendo el ceño.
—Vamos a la
lengua de fuego. —dijo con seriedad el conductor que para ese entonces sudaba
mucho, tanto que casi tenía empapado el uniforme. Entonces volteé hacia los
demás pasajeros y los vi igual de mojados que el chofer. Me vi a mí misma
también, igual de sudada. ¿En qué momento había hecho tanto calor?
—¿Qué
quiere decir con eso? ¡Estamos fuera de la ciudad! ¡El autobús pasa por el
instituto Morgan, imbécil!
—Entonces
creo que tomaste el autobús equivocado, niña. ¿Es que tus ojos no vieron el
letrero escondido? ¡Lengua de fuego! ¡Lengua de fuego! —Su voz era ronca y cada
vez se oía más ajada.
Observé el paisaje que ahora aparte de pastizales amarillos tenía varios espantapájaros enterrados entre la tierra. Era curioso, eran demasiados espantapájaros viejos, había uno cada dos metros mirando hacia el autobús, como si esos muñecos de paja pudieran observarnos. También de vez en cuando había cruces de madera carcomida al lado del camino.
De pronto caía de bruces, espantada me levanté
rápido para darme cuenta de que la carretera ahora lucía desolada y vieja, con
un montón de pozos y pavimento suelto, como una carretera fantasma que estaba
ahí hace siglos.
—¡Necesito
ir a la ciudad ahora! —grité molesta —. ¿A cuánto estamos de la estación?
—Niña, no
hay más estaciones, solo el destino rojo del que no se vuelve jamás.
—¿Y otra
parada de autobús?
—Te digo
que no tenemos vuelta. Lo que se va a la lengua de fuego no vuelve jamás.
Era
supremamente un pobre loco. Empecé a sentirme desesperada, yendo hacia un lugar
incierto. Además, los pasajeros se veían como si nada pasara, como si hubiesen
querido subir a ese autobús desde un principio y nadie me volteaba a ver.
—Bien, pues
entonces bájeme aquí. —Volteé a verlo y quedé horrorizada, sin voz, incluso me
caí de bruces otra vez. Mis ojos estaban tan abiertos que podrían haberse
salido de su lugar, mis manos temblaban furiosamente. Mi boca estaba abierta en
un grito silencioso. El conductor ya no tenía piel, solo la carne roja llena de
sangre y con las venas expuestas, de su carne salía vapor, como si estuviese
cocinándose en ese momento. Hacía verdaderamente mucho calor —. ¡He dicho que
quiero bajar! —grité escandalizada, levantándome hasta quedar pegada a las
puertas plegadizas.
—¡No puedo
desacelerar! ¡Es contra la ley! ¡No puedo perder velocidad! —Me dijo molesto
sin despegar sus ojos saltones de la carretera llena de baches.
—¡Abra la
puerta! ¡Ábrala! —Para ese momento yo ya estaba desesperada por salir y con
muchas ganas de vomitar. Mis ojos ardían probablemente por la acumulación de
lágrimas que no dejaba salir.
—¡Pero vas a saltar porque no me voy a detener! —Me advirtió y yo respondí que sí. No esperé que fuera a abrir las puertas al término de su oración por lo que salí volando del fúrico autobús.
Caí de espaldas dándome un fuerte golpe en la
cabeza, rodando después, mi adrenalina reaccionó por todo mi cuerpo y el miedo
me obligó a mantenerme con las rodillas pegadas lo más posible al pecho para
que las llantas del camión no me rebanaran los pies. Sentí el vuelo del camión
despeinando furiosamente mi cabello largo.
Estaba conmocionada, había prácticamente caído de un autobús que iba como mínimo a unos 130km/h. Miré hacia atrás y adelante, la carretera era plana y no había ningún coche a la redonda. Todo estaba en un silencio sepulcral. Esperé a que la respiración se me normalizara un poco y luego me levanté. La mochila que cruzaba de lado me había ayudado a amortiguar las costillas por lo que mi caída no pasó más que a rasguños de mis manos. No hasta que sentí algo caliente bajar por mi cuello, entonces comprobé que mi cabeza sangraba.
Me alarmé supremamente y de inmediato
identifiqué la zona afectada, que era por detrás de mi nuca. Traía mi blusa
deportiva en la mochila así que la saqué para limpiarme. Tenía la cara fruncida
de dolor. Ahora que todo parecía estar en paz, el dolor de la caída había venido
a por mí con todo.
Contemplé la carretera, ahora tenía qué regresar a casa. Ya el instituto me valía madres. Quería llegar a casa y darme una ducha, quizás hablar con mi mamá para que me curase, pues ella era enfermera del hospital local. Saqué mi celular del bolsillo de mi saco negro, vi la hora, las diez menos cuarto, y además el puñetero artefacto no tenía ni una raya de señal. No tenía de otra, tenía que caminar.
Me colgué la mochila y me fui recorriendo la orilla de la carretera
sosteniendo la blusa de deportes contra mi nuca. Caminé largo y tendido
mientras el sol me daba de lleno. Estaba tan caliente que la piel se me estaba
poniendo roja. Temí que se me fuera a caer la dermis como al conductor del
autobús. Para taparme algo de sol me puse la blusa sobre la cabeza. Tenía mucha
sed para entonces.
Los espantapájaros me ponían nerviosa. Estaban hechos de paja y andrajos, y algunos tenían calabazas podridas como cabezas. Sus ojos de botones parecían mirarme sospechosamente, como si fuesen a moverse en cualquier momento. Empecé a caminar más rápido, pero seguían apareciendo. Me quedé tan embobada viendo a uno de ellos que parecía muy real cuando de pronto choqué con algo y trastabillé hacia atrás para alejarme. Sentí que el alma se me salía por la boca. Solo era una estúpida cruz de madera. Lucía carcomida por los cientos de termitas que tenía.
En algún momento había visto un video en internet donde
decía que las termitas eran alimento, y yo tenía hambre. Pero no iba a llegar a
esos extremos. Seguí caminando, esta vez evité ver los espantapájaros para no
distraerme. El sol todavía estaba en su cénit. Quería llegar a casa pronto.
Mamá no iba a creerme lo que estaba viviendo.
Había recorrido muchos kilómetros y estaba cansada, muy cansada. Mis pies parecían tener grietas porque me ardían. Mis piernas no eran la excepción. Moría de sed cuando el atardecer se había puesto. Comprobé la hora en mi celular y vi que eran las 1828 horas. Para colmo en ese instante el celular se apagó por falta de batería. Me sentía insegura sin él, como desprotegida. Era inútil ahora, así que lo guardé en mi mochila.
En las casi dos horas que llevaba caminando no me
había cruzado con ningún tipo de transporte, ni autos, ni camionetas, ni
trailers, ni autobuses, nada. Ni siquiera un animal, un perro, un gato. Parecía
ser un sitio siniestramente abandonado por la vida.
El sol estaba metiéndose entre las montañas lejanas, dejándome sin luz. Y esa maldita carretera no tenía fin. Tuve miedo de que ni siquiera tuviera principio.
Estaba
caminando por en medio cuando de pronto empecé a escuchar que mis tenis habían
pisado algo pegajoso y me fijé hacia el suelo. Había un pequeño río de sangre,
de apenas unos tres centímetros de ancho, y fluía viscosamente. Vi el rio,
apenas terminaba a unos metros detrás de mí. Entonces me pregunté de dónde
venía. Debía ser algo malo. Pensé, ¿y si todo este tiempo había estado
caminando más lejos de casa? ¿y si la caída del autobús me había confundido y
había tomado el camino al revés?
Oh, mierda.
—¡¿Cuál es
el camino correcto?! —grité desesperada mientras lloraba —. ¡¿Alguien me
escucha?! ¡Tengo sed! ¡¿Cuál es el camino?! ¡NO QUIERO ESTAR AQUÍ! —Empecé a
llorar sin detenerme. Tenía miedo y en mí crecía una incertidumbre dolorosa de
no saber si iba o venía. No tenía sentido. No podía ver si estaba en el camino
correcto y estaba por anochecer.
¡Estaba
perdida en esa maldita carretera! ¡Y temía pensar que estaría perdida para
siempre!
Me quedé
sentada a la orilla del camino. Necesitaba descansar a fuerzas. Mis pies no
daban para más. Me escondí dentro del pastizal amarillo, tirada de espaldas
para mirar el cielo azul. Debía oler terrible, hacía mucho calor. Esperaba que
la noche, al contrario del día, no fuera en extremo fría. Lo que daría por
estar en casa, o en el instituto. ¡En la ciudad!
No supe en qué momento me dormí,
pero me despertó el sonido de los grillos cantores. Hacía frío y lloviznaba
ligeramente. Desperté dándome cuenta de que mi piel estaba helada. Me levanté a
la mitad, cruzándome de brazos para darme algo de calor. Mis dientes empezaron
a castañear, pues estaba totalmente mojada.
—¡Mierda! —grité espantada, arrastrándome como gusano para atrás. Justo delante de mí estaba enterrado un espantapájaros. ¡No estaba ahí antes! Y me miraba con sus ojos de botones, aunque estaba inerte, únicamente se movía por el poco aire que circulaba en ese desértico lugar. Pero había algo más en esa criatura de paja, había una especie de señal. Su brazo derecho estaba señalando un lado del camino, por donde yo había venido todo este tiempo. Lo contemplé detenidamente. Si era una señal iba a interpretarla.
No me importaba cómo fuera, yo necesitaba
un guía, algo en lo qué creer desesperadamente así que usé mi lógica. Si el
pequeño río de sangre venía de mi izquierda, entonces yo tomaría el lado
derecho.
Me sentía
un poco más descansada entonces, así que me levanté para echar una corrida por
el lado que indicaba el extraño espantapájaros. Corrí lo más rápido que pude
por la mitad de la carretera, a fin de que en casi un día entero no había
pasado ningún coche. Cuando comencé a cansarme seguí trotando, y cuando me cansé
de trotar seguí caminando. Solo hasta que comencé a dar pasos ligeros fue
cuando pude escuchar ese ruido. Como un golpe tras otro, entonces me volví
hacia atrás. Fruncí el ceño y medio abrí la boca, anonadada. El espantapájaros
caminaba a unos metros detrás de mí, utilizando como bastón el palo donde una
vez estuvo colgado.
—Niña, ya
no hay salida. —dijo con una voz suave, como el viento —. Quédate aquí, en el
lugar sin fin. Donde podrás vivir sin morir. Los vivos a la derecha van, pero
es aburrido. Los muertos a la izquierda van, pero es muy temido. Pero si te
quedas en el medio, no habrá mayor miedo. —Canturreó como en rima.
—No puedo
quedarme aquí. —Por alguna extraña razón me volví loca, y digo esto porque el
miedo se me quitó y me quedé quieta frente a la criatura de paja —. Debo volver
porque si no mi mamá se preocupará. Además, si no paso el año escolar ahora sí
me van a expulsar.
—Pero
querida, mírate, estás ya muy sedienta y hambrienta. Creo que en cualquier
instante podrías desmayarte, que desastre. No puedes más, debes admitirlo,
quédate conmigo que yo te cuido.
—De verdad
no puedo, señor espantapájaros. No sé si estoy soñando, pero necesito seguir
caminando. No puedo quedarme aquí, en este lugar sin fin. Por favor no insistas
más, pues temo que no me tendrás. Así que déjame ya, pues solo me retrasarás. —Me
sorprendí de mi voz, yo también estaba empezando a rimar mis palabras, así que
lo miré asustada y empecé a correr nuevamente lo más rápido que podía
escuchando sus súplicas a lo lejos de que me quedara con él.
Los demás
espantapájaros también comenzaron a moverse. La llovizna se convirtió en una
lluvia severa, el cielo de repente era iluminado por relámpagos gigantes y los
truenos hacían temblar la tierra. Mi mochila golpeteaba contra mi costado así y
con lo mojada estaba haciendo más peso, así que tuve que quitármela y tirarla.
—¡Quédate
con nosotros! —Canturreaban las criaturas de paja arrastrándose como podían
hacia mí, pero eran lentas y muchas de ellas se quedaban a medio camino porque
la paja se les salía de sus ropajes.
No supe en qué momento me dejaron de seguir, para ese momento yo estaba como mimetizada con el pavimento, corría sin parar, sin siquiera sentir mis extremidades, solo sabía que tenía que seguir corriendo. No me di cuenta cuando la carretera comenzó a mejorarse hasta que vi un alto letrero verde que decía “Bienvenidos a la ciudad de lobo”. Entonces me detuve pausadamente para leerlo bien.
Miré
hacia adelante y vi, con gran sorpresa, que eran las luces de mi ciudad. Volteé
hacia atrás y comprobé incrédula que había algunos trailers transitando por la
noche, y uno que otro auto. Hicieron sonar sus claxons y comprendí que yo
estaba en mitad de la carretera, así que me quité.
Por el resto del camino me fui caminando hasta adentrarme en la ciudad. La lluvia no había disminuido en lo más mínimo por lo que entré a una cafetería de 24 horas. La empleada me preguntó si estaba bien, le comenté que estaba perdida y me prestó el teléfono para llamar a mi mama para que pudiera recogerme. Me contestó llorando que donde había estado y que llegaría en una media hora. La buena mujer de la cafetería me trajo chocolate caliente y una toalla mientras yo, sentada en la barra, esperaba a mamá.
Dominga, la señora de la cafetería,
se excusó con que iba al baño, pero que le diría al cocinero que me preparara
una sopa caliente. Se lo agradecí, ya que me encontraba muy hambrienta. Estaba
completamente sola en el área de clientes y había un silencio que se me hacía
extraño.
Escuché
luego el sonido que hace un autobús cuando frena para detenerse. Me volví hacia
atrás y pude observar al conductor; Gerald, esta vez con su piel como
debía ser. No me miró en ningún momento, solo veía hacia el frente. El autobús
volvió a seguir su curso, alejándose, mientras me preguntaba si lo que yo había
vivido fue algo real. Me levanté de mi asiento y salí para ver donde iba el
autobús. Pude leer en un anuncio del vidrio trasero:
“Hacia la lengua de fuego
vamos
todos”.