viernes, 10 de septiembre de 2021

Tengo boca pero no puedo gritar

 

“Estás demente”, me reclamó mi amigo enojado y se fue.

Hoy en día existen muchas cosas para enloquecer, y para las personas introvertidas y sensibles como yo existen el doble. Siento que todo el tiempo estoy desapareciendo, por eso últimamente tengo la imperiosa necesidad de hacerme notar, no de la mejor manera para mi mala suerte.

Ayer sí enloquecí. Estaba con mis amigos riendo, entonces se pasaron el celular entre ellos, algo de una broma porque rieron aun más. Yo sonreí, pero luego el tema pasó y no me mostraron el motivo de las risas.

Eso solo podía significar algo: yo estaba muerta. No me di cuenta de cuándo pasó. Lo único que sabía era que yo estaba increíblemente molesta al verme excluida del círculo.

Lo bueno de estar muerta es que ya no tengo qué preocuparme por las relaciones sociales, así que dejé de hablarle a mis “amigos”. Después se enojaron conmigo por mi actitud voluble y me preguntaron la causa: “No me enseñaron de qué se reían, se sintió feo”. Ahí me gritonearon que cómo era posible que me enojara por cosas tan pequeñas. Que cómo podía quejarme tanto si mi vida era perfecta. ¿Por qué es perfecta? Al parecer si no estás casada y no tienes hijos eso te exime de los problemas de la vida. O al menos eso piensan ellos.

Entendí que no estaba muerta. Seguía viva. Lo que había pasado es que me ignoraron, pasaron de mí.

“Estás demente”, me reclamó mi amigo enojado y se fue.

No es la acción lo que me molesta, es lo que esa acción me hace sentir y yo siento mucho, a extremos opuestos. Lo construyo todo o lo destruyo todo.

¿Pero quiénes son ellos para juzgarme? Todos tenemos derecho a un momento de psicosis. Todos hemos tenido un mal día y gritado, hemos maldecido y perdido el control.

No soy tan peor como el año pasado, pero eso nadie lo ha visto. Todos ahora quieren criticarme por mis malas actitudes, pero cuando fui buena nadie lo notó. No quieren que sea tan buena pero tampoco mala. La maldita gente no sabe lo que quiere. Les fastidia si estoy demasiado feliz, si estoy enojada, si estoy llorando.

Sí, enloquecí, estoy demente. Por culpa de ellos tengo este comportamiento errático. Todo el tiempo me duele la cabeza y cuando hago algo solo estoy pensando si es correcto o incorrecto. 

Compré una blusa nueva, ¿correcto o incorrecto? 

Falté al trabajo porque me siento mal, ¿correcto o incorrecto? 

Me siento mal, ¿correcto o incorrecto? 

Estoy llorando, ¿correcto o incorrecto?

Ya tengo miedo de hablar y que las personas se enojen conmigo, porque de mis labios siempre sale basura. Si hablo, alguien puede molestarse. Es mejor estar callada. Volver a cuando tenía 10 años y no podía afrontar el mundo con mi voz y tenía qué susurrarle a mi papá lo que yo necesitaba.

Y sé que gritaré, pero no ahora. Sé que me cansaré del mutismo, pero no quiero hablar. Solo escribir. A mi lenguaje de comunicación primario (y el que más me gusta): las palabras.

martes, 8 de junio de 2021

Viento caliente

 

Ya era tarde para el instituto. Con rapidez me puse el uniforme y salí de casa calzándome los zapatos negros. Estaba lloviznando ligeramente lo que me hizo enojar, pues mi cabello se iba a poner esponjado ante la humedad. 

Llegué a la parada del bus y pagué mi boleto de estudiante. El conductor me regresó mi cambio con una sonrisa, era el viejo Gerald. 

Caminé por el pasillo buscando un asiento libre, casi todos estaban ocupados, había una señora y su bebé, algunos cuantos estudiantes, hombres, incluso niños. Finalmente encontré un lugar vacío casi al fondo y me senté. Me tocó el lado de la ventana. Para entretenerme puse mis audífonos y cerré los ojos, a ver si me dormía, aunque fuera un rato.

Olvidé hacer los deberes de Macroeconomía, pensaba entre dormida, no terminé los problemas de Física. Tengo que sacar las copias de Ética porque hoy me toca leer la lección entera frente a la clase. Y no quiero que el tipo engreído de mi salón salga con que todos sus compañeros son unos irresponsables, ni tampoco quiero que la tipa del cabello corto me preste sus perfectos apuntes siempre bien ordenados.

Abrí los ojos asustada, había sentido una mano en mi rodilla. Rápidamente voltee hacia el señor viejo que venía a mi lado. El hombre de chaqueta café estaba dormido, o fingiendo que dormía el muy bastardo. Sus manos descansaban sobre sus piernas. Maldito hijo de perra. Estaba asqueada. Me quité los audífonos y vi de reojo por la ventanilla. No estábamos en la ciudad. Un momento. Mis ojos se abrieron a su máxima expresión. Era un paisaje de carretera. Seco, desértico, con pastizales amarillos. ¡¿Qué diablos?! ¿Me había equivocado de autobús?

Inmediatamente me levanté de mi asiento tomando mi mochila, incluso le pisé el pie al viejo acosador pero no pareció inmutarse, quedándose dormido de igual manera. Yo caminé por todo el pasillo hecha una furia.

—¡Un momento! ¡¿A dónde va este autobús?! —Vociferé molesta, frunciendo el ceño.

—Vamos a la lengua de fuego. —dijo con seriedad el conductor que para ese entonces sudaba mucho, tanto que casi tenía empapado el uniforme. Entonces volteé hacia los demás pasajeros y los vi igual de mojados que el chofer. Me vi a mí misma también, igual de sudada. ¿En qué momento había hecho tanto calor?

—¿Qué quiere decir con eso? ¡Estamos fuera de la ciudad! ¡El autobús pasa por el instituto Morgan, imbécil!

—Entonces creo que tomaste el autobús equivocado, niña. ¿Es que tus ojos no vieron el letrero escondido? ¡Lengua de fuego! ¡Lengua de fuego! —Su voz era ronca y cada vez se oía más ajada.

Observé el paisaje que ahora aparte de pastizales amarillos tenía varios espantapájaros enterrados entre la tierra. Era curioso, eran demasiados espantapájaros viejos, había uno cada dos metros mirando hacia el autobús, como si esos muñecos de paja pudieran observarnos. También de vez en cuando había cruces de madera carcomida al lado del camino. 

De pronto caía de bruces, espantada me levanté rápido para darme cuenta de que la carretera ahora lucía desolada y vieja, con un montón de pozos y pavimento suelto, como una carretera fantasma que estaba ahí hace siglos.

—¡Necesito ir a la ciudad ahora! —grité molesta —. ¿A cuánto estamos de la estación?

—Niña, no hay más estaciones, solo el destino rojo del que no se vuelve jamás.

—¿Y otra parada de autobús?

—Te digo que no tenemos vuelta. Lo que se va a la lengua de fuego no vuelve jamás.

Era supremamente un pobre loco. Empecé a sentirme desesperada, yendo hacia un lugar incierto. Además, los pasajeros se veían como si nada pasara, como si hubiesen querido subir a ese autobús desde un principio y nadie me volteaba a ver.

—Bien, pues entonces bájeme aquí. —Volteé a verlo y quedé horrorizada, sin voz, incluso me caí de bruces otra vez. Mis ojos estaban tan abiertos que podrían haberse salido de su lugar, mis manos temblaban furiosamente. Mi boca estaba abierta en un grito silencioso. El conductor ya no tenía piel, solo la carne roja llena de sangre y con las venas expuestas, de su carne salía vapor, como si estuviese cocinándose en ese momento. Hacía verdaderamente mucho calor —. ¡He dicho que quiero bajar! —grité escandalizada, levantándome hasta quedar pegada a las puertas plegadizas.

—¡No puedo desacelerar! ¡Es contra la ley! ¡No puedo perder velocidad! —Me dijo molesto sin despegar sus ojos saltones de la carretera llena de baches.

—¡Abra la puerta! ¡Ábrala! —Para ese momento yo ya estaba desesperada por salir y con muchas ganas de vomitar. Mis ojos ardían probablemente por la acumulación de lágrimas que no dejaba salir.

—¡Pero vas a saltar porque no me voy a detener! —Me advirtió y yo respondí que sí. No esperé que fuera a abrir las puertas al término de su oración por lo que salí volando del fúrico autobús. 

Caí de espaldas dándome un fuerte golpe en la cabeza, rodando después, mi adrenalina reaccionó por todo mi cuerpo y el miedo me obligó a mantenerme con las rodillas pegadas lo más posible al pecho para que las llantas del camión no me rebanaran los pies. Sentí el vuelo del camión despeinando furiosamente mi cabello largo.

Estaba conmocionada, había prácticamente caído de un autobús que iba como mínimo a unos 130km/h. Miré hacia atrás y adelante, la carretera era plana y no había ningún coche a la redonda. Todo estaba en un silencio sepulcral. Esperé a que la respiración se me normalizara un poco y luego me levanté. La mochila que cruzaba de lado me había ayudado a amortiguar las costillas por lo que mi caída no pasó más que a rasguños de mis manos. No hasta que sentí algo caliente bajar por mi cuello, entonces comprobé que mi cabeza sangraba. 

Me alarmé supremamente y de inmediato identifiqué la zona afectada, que era por detrás de mi nuca. Traía mi blusa deportiva en la mochila así que la saqué para limpiarme. Tenía la cara fruncida de dolor. Ahora que todo parecía estar en paz, el dolor de la caída había venido a por mí con todo.

Contemplé la carretera, ahora tenía qué regresar a casa. Ya el instituto me valía madres. Quería llegar a casa y darme una ducha, quizás hablar con mi mamá para que me curase, pues ella era enfermera del hospital local. Saqué mi celular del bolsillo de mi saco negro, vi la hora, las diez menos cuarto, y además el puñetero artefacto no tenía ni una raya de señal. No tenía de otra, tenía que caminar. 

Me colgué la mochila y me fui recorriendo la orilla de la carretera sosteniendo la blusa de deportes contra mi nuca. Caminé largo y tendido mientras el sol me daba de lleno. Estaba tan caliente que la piel se me estaba poniendo roja. Temí que se me fuera a caer la dermis como al conductor del autobús. Para taparme algo de sol me puse la blusa sobre la cabeza. Tenía mucha sed para entonces.

Los espantapájaros me ponían nerviosa. Estaban hechos de paja y andrajos, y algunos tenían calabazas podridas como cabezas. Sus ojos de botones parecían mirarme sospechosamente, como si fuesen a moverse en cualquier momento. Empecé a caminar más rápido, pero seguían apareciendo. Me quedé tan embobada viendo a uno de ellos que parecía muy real cuando de pronto choqué con algo y trastabillé hacia atrás para alejarme. Sentí que el alma se me salía por la boca. Solo era una estúpida cruz de madera. Lucía carcomida por los cientos de termitas que tenía. 

En algún momento había visto un video en internet donde decía que las termitas eran alimento, y yo tenía hambre. Pero no iba a llegar a esos extremos. Seguí caminando, esta vez evité ver los espantapájaros para no distraerme. El sol todavía estaba en su cénit. Quería llegar a casa pronto. Mamá no iba a creerme lo que estaba viviendo.

Había recorrido muchos kilómetros y estaba cansada, muy cansada. Mis pies parecían tener grietas porque me ardían. Mis piernas no eran la excepción. Moría de sed cuando el atardecer se había puesto. Comprobé la hora en mi celular y vi que eran las 1828 horas. Para colmo en ese instante el celular se apagó por falta de batería. Me sentía insegura sin él, como desprotegida. Era inútil ahora, así que lo guardé en mi mochila.

En las casi dos horas que llevaba caminando no me había cruzado con ningún tipo de transporte, ni autos, ni camionetas, ni trailers, ni autobuses, nada. Ni siquiera un animal, un perro, un gato. Parecía ser un sitio siniestramente abandonado por la vida.

El sol estaba metiéndose entre las montañas lejanas, dejándome sin luz. Y esa maldita carretera no tenía fin. Tuve miedo de que ni siquiera tuviera principio. 

Estaba caminando por en medio cuando de pronto empecé a escuchar que mis tenis habían pisado algo pegajoso y me fijé hacia el suelo. Había un pequeño río de sangre, de apenas unos tres centímetros de ancho, y fluía viscosamente. Vi el rio, apenas terminaba a unos metros detrás de mí. Entonces me pregunté de dónde venía. Debía ser algo malo. Pensé, ¿y si todo este tiempo había estado caminando más lejos de casa? ¿y si la caída del autobús me había confundido y había tomado el camino al revés?

Oh, mierda.

—¡¿Cuál es el camino correcto?! —grité desesperada mientras lloraba —. ¡¿Alguien me escucha?! ¡Tengo sed! ¡¿Cuál es el camino?! ¡NO QUIERO ESTAR AQUÍ! —Empecé a llorar sin detenerme. Tenía miedo y en mí crecía una incertidumbre dolorosa de no saber si iba o venía. No tenía sentido. No podía ver si estaba en el camino correcto y estaba por anochecer.

¡Estaba perdida en esa maldita carretera! ¡Y temía pensar que estaría perdida para siempre!

Me quedé sentada a la orilla del camino. Necesitaba descansar a fuerzas. Mis pies no daban para más. Me escondí dentro del pastizal amarillo, tirada de espaldas para mirar el cielo azul. Debía oler terrible, hacía mucho calor. Esperaba que la noche, al contrario del día, no fuera en extremo fría. Lo que daría por estar en casa, o en el instituto. ¡En la ciudad!

No supe en qué momento me dormí, pero me despertó el sonido de los grillos cantores. Hacía frío y lloviznaba ligeramente. Desperté dándome cuenta de que mi piel estaba helada. Me levanté a la mitad, cruzándome de brazos para darme algo de calor. Mis dientes empezaron a castañear, pues estaba totalmente mojada.

—¡Mierda! —grité espantada, arrastrándome como gusano para atrás. Justo delante de mí estaba enterrado un espantapájaros. ¡No estaba ahí antes! Y me miraba con sus ojos de botones, aunque estaba inerte, únicamente se movía por el poco aire que circulaba en ese desértico lugar. Pero había algo más en esa criatura de paja, había una especie de señal. Su brazo derecho estaba señalando un lado del camino, por donde yo había venido todo este tiempo. Lo contemplé detenidamente. Si era una señal iba a interpretarla. 

No me importaba cómo fuera, yo necesitaba un guía, algo en lo qué creer desesperadamente así que usé mi lógica. Si el pequeño río de sangre venía de mi izquierda, entonces yo tomaría el lado derecho.

Me sentía un poco más descansada entonces, así que me levanté para echar una corrida por el lado que indicaba el extraño espantapájaros. Corrí lo más rápido que pude por la mitad de la carretera, a fin de que en casi un día entero no había pasado ningún coche. Cuando comencé a cansarme seguí trotando, y cuando me cansé de trotar seguí caminando. Solo hasta que comencé a dar pasos ligeros fue cuando pude escuchar ese ruido. Como un golpe tras otro, entonces me volví hacia atrás. Fruncí el ceño y medio abrí la boca, anonadada. El espantapájaros caminaba a unos metros detrás de mí, utilizando como bastón el palo donde una vez estuvo colgado.

—Niña, ya no hay salida. —dijo con una voz suave, como el viento —. Quédate aquí, en el lugar sin fin. Donde podrás vivir sin morir. Los vivos a la derecha van, pero es aburrido. Los muertos a la izquierda van, pero es muy temido. Pero si te quedas en el medio, no habrá mayor miedo. —Canturreó como en rima.

—No puedo quedarme aquí. —Por alguna extraña razón me volví loca, y digo esto porque el miedo se me quitó y me quedé quieta frente a la criatura de paja —. Debo volver porque si no mi mamá se preocupará. Además, si no paso el año escolar ahora sí me van a expulsar.

—Pero querida, mírate, estás ya muy sedienta y hambrienta. Creo que en cualquier instante podrías desmayarte, que desastre. No puedes más, debes admitirlo, quédate conmigo que yo te cuido.

—De verdad no puedo, señor espantapájaros. No sé si estoy soñando, pero necesito seguir caminando. No puedo quedarme aquí, en este lugar sin fin. Por favor no insistas más, pues temo que no me tendrás. Así que déjame ya, pues solo me retrasarás. —Me sorprendí de mi voz, yo también estaba empezando a rimar mis palabras, así que lo miré asustada y empecé a correr nuevamente lo más rápido que podía escuchando sus súplicas a lo lejos de que me quedara con él.

Los demás espantapájaros también comenzaron a moverse. La llovizna se convirtió en una lluvia severa, el cielo de repente era iluminado por relámpagos gigantes y los truenos hacían temblar la tierra. Mi mochila golpeteaba contra mi costado así y con lo mojada estaba haciendo más peso, así que tuve que quitármela y tirarla.

—¡Quédate con nosotros! —Canturreaban las criaturas de paja arrastrándose como podían hacia mí, pero eran lentas y muchas de ellas se quedaban a medio camino porque la paja se les salía de sus ropajes.

No supe en qué momento me dejaron de seguir, para ese momento yo estaba como mimetizada con el pavimento, corría sin parar, sin siquiera sentir mis extremidades, solo sabía que tenía que seguir corriendo. No me di cuenta cuando la carretera comenzó a mejorarse hasta que vi un alto letrero verde que decía “Bienvenidos a la ciudad de lobo”. Entonces me detuve pausadamente para leerlo bien. 

Miré hacia adelante y vi, con gran sorpresa, que eran las luces de mi ciudad. Volteé hacia atrás y comprobé incrédula que había algunos trailers transitando por la noche, y uno que otro auto. Hicieron sonar sus claxons y comprendí que yo estaba en mitad de la carretera, así que me quité.

Por el resto del camino me fui caminando hasta adentrarme en la ciudad. La lluvia no había disminuido en lo más mínimo por lo que entré a una cafetería de 24 horas. La empleada me preguntó si estaba bien, le comenté que estaba perdida y me prestó el teléfono para llamar a mi mama para que pudiera recogerme. Me contestó llorando que donde había estado y que llegaría en una media hora. La buena mujer de la cafetería me trajo chocolate caliente y una toalla mientras yo, sentada en la barra, esperaba a mamá. 

Dominga, la señora de la cafetería, se excusó con que iba al baño, pero que le diría al cocinero que me preparara una sopa caliente. Se lo agradecí, ya que me encontraba muy hambrienta. Estaba completamente sola en el área de clientes y había un silencio que se me hacía extraño.

Escuché luego el sonido que hace un autobús cuando frena para detenerse. Me volví hacia atrás y pude observar al conductor; Gerald, esta vez con su piel como debía ser. No me miró en ningún momento, solo veía hacia el frente. El autobús volvió a seguir su curso, alejándose, mientras me preguntaba si lo que yo había vivido fue algo real. Me levanté de mi asiento y salí para ver donde iba el autobús. Pude leer en un anuncio del vidrio trasero:

“Hacia la lengua de fuego

 vamos todos”.

domingo, 17 de enero de 2021

18 de junio, 2019

 Es de noche. Desde mi habitación en el hotel puedo escuchar la gota molesta que cae de la regadera, los autos pasando por esa calle de un solo sentido que está repleta de bares; algunos elegantes y otros de mala muerte, todos mezclados. En la esquina después de las 8:30 p.m. empiezan a llegar una o dos prostitutas, casi todas gordas y bien maquilladas, con la ropa ajustada. 

Después de las 9:30 p.m. la esquina está repleta y una de ellas retiene un auto intentando convencer al conductor o indicándole las tarifas. Hay un puesto de Hot-Dogs enfrente, y quisiera uno, pero es de noche y los borrachos que se asoman por los bares me dan miedo, así que me quedo con las galletas que traigo en el bolso y el té de la tarde que ya está frío. 

Un rato más y me vuelvo para acostarme. El barullo de la calle principal mantiene mi insomnio. Este cuarto no es mío, es del hotel. Me pregunto quién más habrá dormido aquí, qué habrán hecho, ¿mataron a alguien?, aquella mancha rojiza y vieja en la pared me hace pensar que sí, que tal vez estoy en un cuarto donde se cometió un crimen hace muchos años y no hubo el presupuesto suficiente para repintar las paredes beige. Me pregunto si habrán lavado éstas sábanas que me cobijan. 

No puedo más y me levanto a mirar tras la ventana. La ciudad no duerme, sigue dando vueltas. A lo lejos se escuchan ruidos del billar; cuando el palo le pega a la bola, un borracho vomita y de repente hay gritos, un ajetreo de voces que me hace pensar en una riña callejera, algunos perros ladrando, un auto acelerando cuando sube a dos mujeres. Doy un suspiro de cansancio.

Aquí sigo sola en esta ciudad que no es mía, donde no puedo salir después de las siete porque es peligroso para una neófita como yo. Me pone feliz saber que nadie me conoce. Escondida tras la cortina tímidamente, observando cómo es el mundo de noche. Contemplando cómo de repente la esquina se vacía y la policía; con sus luces rojas y azules, llega a un bar para tranquilizar los ánimos. 

Me vuelvo a la cama. Cierro los ojos y descubro que los ruidos pasan a ser parte del hotel, al igual que yo, y es así como finalmente me quedo dormida. 









Domingo

 Domingo. ¿Qué se hace en los domingos? Yo nunca lo he tenido claro. 

Es curioso cómo de niño uno ansiaba este día y ya de adulto no lo quieres. Es un día muy pesado para reflexionar, demasiado tiempo libre que hasta te tardas en levantarte porque tienes miedo de no saber qué hacer, y más cuando está la lluvia y el viento azotando el cristal de la ventana.

Qué pesados son los domingos. No hay escuela, no hay trabajo. Como que Dios te da el día para ser tú mismo y tú no sabes ni quién eres. Y te despiertas con pereza y ves el celular, no hay ningun mensaje de la persona que más esperabas y sabes que no puedes hacerte el tonto porque ya sabes que escribe, pero no a ti.

Que te levantas y el refri está revuelto con las sobras, no se ha ido a la tienda. Entonces un café está bien y regresas a la cama. Qué cansancio que sigo aquí en espera, aquí en el punto muerto llamado domingo, el día muerto, el día que no sé qué hacer y que me genera ansiedad porque es la calma que antecede la tormenta del fatídico inicio de semana donde no sabes lo que te espera, esa ansiedad que no deja estar en paz porque la vida no va tan bien como quisieras. 

¿Qué demonios se hace los domingos?

Yo nunca lo tendré claro.

31 de marzo, 2019. 

lunes, 6 de julio de 2020

Huevos fritos y mi muerte



Veo el cielo y es gris. Está cubierto de humo.
La ciudad está en llamas. Los soldados vinieron.
Tengo mi vestido favorito, es una lástima que esté casi roto.
Mi furia se ha ido. No he comido hace mucho.
No puedo caminar.
Pronto no podré respirar.
Hace horas dejé de sentir hambre.
Sé que estoy muriendo.
Qué bendición. No estar más aquí.
Los disparos de los tanques ya no me retumban en el cráneo.
Se escuchan lejanos.
No sé si es una alucinación.
Un soldado enemigo aparece.
No importa lo que me haga, por suerte no estaré mucho tiempo.
Está de pie a mi lado y pregunta algo en un idioma que no entiendo.
Se inclina y me toca el cuello. Luego me carga en su hombro.
Ya no veo el cielo. Veo los escombros que antes eran lindas calles.
Camina, camina. Hasta llegar a un edificio casi derruido.
Es un hospital.
Me deja en una cama.
Me dice algo en su idioma y luego palmea mi brazo, asintiendo.
Y se va.
No creía en su misericordia.
Los enemigos no son tan malditos.
Me invade un sueño profundo y siento que floto.
Huelo a huevos fritos.
Incluso escucho el aceite mientras los fríen.
Es el mejor olor de la vida.